viernes, agosto 21, 2009

Ibn Al-‘Arabî: ‘Aqidat ahl al-Islam (Braulio Justel)

Presentación


Ibn ‘Arabi nació en Murcia el año 560 de la Hégira, 1165 de la era cristiana, de una familia vinculada al sufismo. A los ocho años acompañó a su padre a Sevilla, se instaló allí con él, y allí conoció al filósofo Averroes. Muy joven aún, cayó enfermo; durante la enfermedad tuvo una visión, y ésta operó en él una conversión religiosa tan profunda, que sorprendió a cuantos lo conocían. Desde entonces se adentró en la vía mística o sufí, y afirmaba que su mârifa (gnosis o conocimiento místico, intuitivo y experimental) le venía directamente de Dios, sin necesidad de maestros. Su brusca conversión y su posterior espiritualismo esotérico, lo hicieron harto sospechoso a los portavoces de la ortodoxia en la España almohade, como era inevitable.

Desde los tiempos de Ibn Masarra (269/883-319/931), el esoterismo era mirado con recelo en al-Andalus. Ibn Barrayan, seguidor de la doctrina masarrí, había sido el instigador y líder de la revuelta de los sufíes almerienses y el inspirador remoto del levantamiento de los muridín (novicios) del Algarbe, muriendo por todo ello en Marrakech a manos de los almorávides. El soberano de éstos, ‘Ali b. Yusuf, hasta había ordenado que el cuerpo de Ibn Barrayan fuera privado de las preces habituales de los difuntos, y que no fuera enterrado en sagrado, sino arrojado a un muladar. Gracias a la intervención del místico marroquí ‘Ali b. Hirzhim, el soberano accedió a que fuera sepultado en la plaza del trigo de Marrakech.

En el 598/1202, Ibn ‘Arabi se encontraba en Túnez desde donde emprendió la peregrinación a la Meca, pasando por el Cairo y Jerusalén. De La Meca, donde vivió dos años, se trasladó a Turquía, pasando en éste y en otros países de Oriente el resto de su vida, hasta morir en Damasco el año 638/1240.

Al parecer, sólo una vez se vio Ibn ‘Arabi en serio peligro por sus opiniones. Fue en El Cairo, donde desde el 564/1171 reinaba la dinastía ayyubi, implantada por Salah al-Din (Saladino) y restauradora de la ortodoxia sunní. Parece ser que allí, según leemos en el Naft al-Tib, los egipcios concibieron un odio violento contra él, y se propusieron derramar su sangre, siendo salvado por Dios a través del jeque Abú-l-Hasan al-Buya’i (el de Bujía)(1). Sin embargo, los defensores de la ortodoxia miraban con general recelo sus enseñanzas, y le creaban problemas. Tal sucedió, por ejemplo, en Damasco, donde chocó con los teólogos puritanos, que lo convirtieron en blanco de sus inventivas. Pero en la capital siria, y en otras partes, Ibn ‘Arabi contaba con amigos influyentes, dispuestos a evitar que la cosa pasara a mayores. Aun después de muerto, su doctrina fue sumamente controvertida; al lado de incondicionales adeptos había enconados impugnadores. Sus obras tuvieron gran influencia en Turquía y en Yemen, contando en ambos países con acérrimos defensores y también con algunos detractores. Algo parecido sucedió en el resto del mundo islámico. Entre los adversarios figuraron dos personalidades de gran relieve: Ibn Taymiyya (m. 328/728) e Ibn Jaldún (m. 808/1406). El primero calificaba sus ideas de innovaciones peligrosas (bida’), y de herejía cada una de las palabras de su obra Fusus al-hikam wa-jusas al-hikam. Para el segundo, la doctrina de Ibn ‘Arabi era tan ridícula como herética. Fue sólo a partir del siglo XVII cuando remitieron los ataques, y la doctrina del de Murcia pudo abrirse camino prácticamente en todo el Islam.

El recelo ante la doctrina de Ibn ‘Arabi no puede sorprender en demasía. Como es bien sabido, el sufismo suscitó siempre la suspicacia de la ortodoxia. Muchos místicos fueron objeto de persecuciones y de procesos y algunos pagaron con el martirio la defensa de sus ideas. Tal fue el caso del gran Hallaj, crucificado y cruelmente mutilado en Bagdad el año 309/922. Fue preciso que surgiera una gran figura de la talla de Algacel, eximio teólogo y alto místico a la vez, para que la conciliación entre sufismo y ortodoxia se llevara a cabo. Gracias al denodado esfuerzo de tan insigne lumbrera, fue tomando cuerpo la idea de que no había incompatibilidad alguna entre el sufismo y la ortodoxia, sino que, por el contrario, aquel era óptimo completamente de ésta, acabando así el primero por recibir las bendiciones de la segunda y por adquirir finalmente carta de naturaleza en el mundo islámico, el cual se vio, de esta suerte enriquecido por nueva y fecunda savia. La equilibrada síntesis doctrinal realizada por Algacel, causó verdaderamente asombro entre los musulmanes. Su obra maestra, la mencionada Ihyda, produjo en el Islam el mismo impacto que la suma del Aquinate en el cristianismo, y Algacel se hizo acreedor al muy honorífico sobrenombre de Huyyat al-Islam (prueba del Islam), con el que desde entonces se le conoce. Sin embargo, su tarea no fue fácil. Hubo de sufrir los más violentos ataques y las más virulentas críticas, así en vida como después de su muerte, y esto tanto en Oriente como en el Magreb y al-Andalus. A título anecdótico podemos citar al respecto dos hechos que hablan por sí solos.

Nuestro compatriota Abú Bakr al-Turtusí (el Tortosano), nacido en el año 450/1059 y muerto en el 524/1130, viajó a Oriente y allí se entrevistó con Algacel, convirtiéndose desde entonces en su más irreconciliable antagonista. Contra la Ihya’ de aquel escribió su Kitab yu’aradu bi-hi kitab al-ihya’ (Refutación de la Ihya’), y en una carta que desde oriente mandó a Ibn al-Muzaffar dice, refiriéndose a la misma obra: “No conozco tratado alguno en el mundo con tantas mentiras acerca del Profeta” (2). Incluso parece que al-Turtusí compuso el Siray al-Muluk (Lámpara de los Príncipes) con el propósito de hacer olvidar la Nasihat al-Muluk (Consejo de los reyes) de Algacel (3).

El ya mencionado ‘Ali b. Yussuf b. Tasufín (500/1106-537/1143), soberano almorávide que en el 536/1114 condenó a los místicos Ibn Barrayan de Sevilla, Ibn al-‘Arif de Almería y Abu Bakr al-Mayurquí de Granada, ordenó la quema de las obras de Abú Hamid al-Gazali (Algacel) cuando estos llegaron a Occidente, y amenazó con la confiscación de bienes y la pena de muerte a todos cuantos conservaron algún fragmento de las mismas (4).

También Ibn Hamdín cadí de Córdoba, ordenó un auto de fe de los escritos de Algacel (5). Durante todo el periodo almorávide (448/1054-541/1147), Algacel y sus obras estuvieron bajo el anatema de soberanos y alfaquíes. El formalismo e intransigencia del malikismo almorávide se contentaba con una religión fría, constituida por fórmulas jurídicas y dogmáticas, basadas en la más meticulosa casuística y hostil a toda iniciativa de reflexión personal. Esta cerrazón anquilosaba el espíritu en rígidos moldes prefabricados, no reconocía más argumento válido de la inmutable tradición de los mayores; concedía más importancia a la memoria que al razonamiento, y traía como consecuencia una fuerte mutilación de la capacidad intelectual. Como Algacel era teólogo y místico a la vez, su doctrina no era sólo letra muerta, sino también vivencia, y sabía dosificar sabiamente exoterismo y esoterismo, todo ello había de sonar forzósamente a innovación a los oídos almorávides, y tenía que chocar por necesidad con sus rígidas estructuras mentales.

En el periodo almohade (515/1121-667/1269) se operó un notable cambio. Algacel fue rehabilitado, y puestos en el candelero sus escritos, especialmente la Ihya’, que se convirtió en obra fundamental. En cambio, la Muwatta’ de Malik corrió la triste suerte que en el periodo anterior habían corrido las obras de Algacel.

En la época Benimerín (519/1195-873/1468) tuvo lugar la conciliación: los benimerines intentaron resucitar el espíritu almohade muy extinguido en los últimos lustros de la dinastía, pero no descuidaron la doctrina de Malik, tan apreciada por los almorávides y tan arrinconada por los almohades. A pesar de todo en plena época benimerín, Abu al-Abbas Ahmas al-Qabbab (m. 778/1377) tenía por altamente sospechosa la doctrina de Algacel, y hablaba de la imperiosa necesidad de “expurgarla de las especulaciones sobre el descubrimiento de la realidad del más allá y de los muchos hádices apócrifos de que está cargada la Ihya’ (6). Y en el siglo XV Abu Hafs ‘Umar b. Musab Muhammad al-Rayrayi se quejaba amarga y reiteradamente en su Hidaya man tawallá gayra-l-Raba al-Mawlá (Guía de quien ha tomado por soberano a quien no es el Señor, el Soberano) de la malquerencia de que los sufíes continuaban siendo objeto por los doctores y alfaquíes, y dedicaba un capítulo entero —el más extenso de la obra— al relato del injusto e interminable proceso que, cinco siglos antes, se les había hecho a dos célebres místicos y santos varones: Abu-l-Qasim al-Yunayd (m. 298/910) y Abu al-Hasam (o Abu al-Hussein) Al-Nuri (m. 295/907), conocido también con el nombre de Ibn al-Bagawi (7).

Como se ve el sufismo fue mirado con suspicacia en todo tiempo, aunque no siempre en el mismo grado. Los prejuicios fueron disminuyendo progresiva y paulatinamente. El blanco de la suspicacia era el sufismo en general, en todas sus categorías o clases, pero el grado de aquella variaba con éstas.

A propósito de una controversia surgida entre sufíes de Granada en la segunda mitad del siglo XIV sobre la iniciación al sufismo, controversia recogida en el manuscrito 1566 de El Escorial (8), Ibn Jaldún compuso, como respuesta, su Sifa ‘al-sa’il li-tahdib al-masa’il, donde distingue tres clases o categorías de sufíes, a las que corresponden otras tantas categorías de escritos de esta naturaleza (9).

La primera es el sufismo primitivo, consiste sencillamente en la práctica interiorizada del Islam y que hace hincapié en el servicio de Dios, con arreglo a lo que el Corán exige del verdadero musulmán. Esta primera clase coincidiría a grandes rasgos con el sufismo que Muhasibi presenta en su Ri’aya.

La segunda es el sufismo ascético, centrado en la necesidad de la purificación y en el estudio de sus métodos, aunque ya en esta etapa o dentro de esta categoría puedan operarse experiencias místicas en el alma del sufí fiel en el servicio a Dios y perseverante en el mismo. Este segundo grado sería, pues, como una mezcla de las vías purgativa e iluminativa de la mística cristiana. Las obras donde está mejor expuesto son la Risala de al-Qusayri (m. 456/1074). El Qut al-qulub (Alimento de los corazones) de Abú Talib al-Makki (m. 386/996) y la Ihya’ de Algacel, aunque esta última también pudiera considerarse como una síntesis de las dos primeras clases de sufismo: el primitivo y el ascético.

La tercera categoría es el sufismo extático, llamado también teosófico. Se trata de un sufismo eminentemente esotérico, que se cifra primordialmente en la búsqueda de experiencias místicas. En él se dejan sentir las influencias del eclecticismo sincretista, del neoplatonismo e incluso del shi’ísmo. Es el sufismo del mencionado Ibn Barrayan. Es también el del poeta Ibn Farid (576/1181-632/1235), que mezcla los versos tan báquicos con los de carácter místico, describiendo en su Jamriyya (Oda al vino) la embriaguez que produce el abrevarse en la copa del divino Amor, pero haciéndolo con versos tan chocantes a primera vista como éste que recoge al-Rayrayi en su Hidaya (10) y que en nuestra tesis doctoral hemos traducido así: Me dijeron: “Bebiste lo que es pecado”. “¡Qué va!” —les respondí—, “Para mí, pecado sería, precisamente, dejar de beber lo que bebí” (11).

El propio Rayrayi cita a continuación unos versos análogos de otro poeta en los que se celebran las virtudes taumatúrgicas del vino: “¡Cuánto tullido anduvo gracias a nuestra poción! ¡Y a cuánto mudo que en ochenta años no articuló, ofrecímosle un día nuestra jarra, y habló! (12).

Siglo y medio más tarde, después de los años en que vivió Ibn ‘Arabi, el ya mencionado místico de Ronda, Ibn ‘Abbad (m. 792/1390), desconfiaba de la doctrina del de Murcia, por el que no tenía simpatía, así como de la de Ibn Sab’in, y miraba con recelo el sufismo extático en general, cifrando la perfección espiritual en el exacto y sincero cumplimiento de los preceptos del Corán y de la Sunna. En la misma línea estaba su discípulo y autor de la Hidaya, nuestro al-Rayrayi, muerto en pleno siglo XV.

En tales circunstancias, era normal que Ibn al-‘Arabi, convencido de su ortodoxia y deseoso de dejar pública constancia de ella, compusiera al efecto una breve ‘Aqida en la que consignara los principales artículos de fe que todo verdadero musulmán debe acatar.

Claro que, como ya decía Asín Palacios refiriéndose a esta ‘Aqida —que él traduce por Símbolo—, si “en general”, puede asegurarse que su teología exotérica se ajusta, en casi todo lo esencial, al credo de los teólogos ortodoxos..., no hay que dar gran valor al contenido de este Símbolo, porque Abenarabi, como otros muchos sufíes, reservaba para un exiguo número de escogidos discípulos otra teología esotérica, prohibiéndoles enseñarla al vulgo de los fieles profanos. De esta su obra teológica aparecen incidentalmente en el Futuhat afirmaciones fugaces que están en contradicción más o menos abierta con su Símbolo para el vulgo (13).

Dentro del sufismo extático hay que incluir al murciano Ibn Sab’in (613/1217-668/1279), cuya doctrina sufí, mezclada con ideas helenísticas, no tardó en hacerse sospechosa a ulemas y alfaquíes de al-Andalus, viéndose obligado por ello a expatriarse, primero al norte de África y luego a Oriente, para terminar muriendo estoicamente en La Meca, donde, cual otro Séneca, puso fin a sus días abriéndose las venas, y ello a fin de unirse cuanto antes al Bien Amado. En la misma línea está su discípulo Sustarí, de Wadi As (Guadix), que emigró a Oriente con el maestro, muriendo allí casi al mismo tiempo que aquél. También lo está Abú-l-Hasan ‘Ali al-Harrali (o al-Hilari), llamado así por ser oriundo de Hrala, en las cercanías de Murcia. Nació en Marrakech, viajó a Oriente y murió en Hama (Siria) el año 639/1240, el mismo en que moría en Damasco el más egregio representante de este sufismo que hemos llamado extático, teosófico o esotérico. Nos estamos refiriendo de nuevo a Muhy-l-din Ibn ‘Arabi de Murcia, cuya doctrina, como la de sus colegas, no podía pasar inadvertida a los suspicaces ulemas y alfaquíes de su tiempo, concretamente en al-Andalus, donde dominaba la puritana dinastía almohade.

Tal suspicacia había de ser duradera, y no sólo por parte de alfaquíes y ulemas, sino incluso por parte de místicos más moderados.

Esta ‘Aqida, incorporada por Ibn ‘Arabi a su magna obra al-Futuhat al-makkiyya (Las Revelaciones mecanas), alcanzó gran difusión, y de ella se conserva gran número de manuscritos. Además de los numerosísimos de al-Futuhat, se conocen bastantes en los que figura aisladamente (14). En cuanto a las ediciones, amén de encontrarse en las de al-Futuhat, cuenta con una propia, incluida en las miscelánea Maymu’at sitt rasa’il (15).

Respecto a la época de composición de la ‘Aqida, sabemos que la redacción de la obra al-Futuhat -de la que como acabamos de decir, forma parte- fue iniciada durante la primera peregrinación del autor a la Meca (598/1201) y finalizada en el 629/1231. Es más, del Prefacio de al-Futuhat parece deducirse que, como ya ha apuntado ‘Uthman Yahya, la obra fue primitivamente un simple mensaje dirigido por Ibn ‘Arabi durante su primera estancia en La Meca (598/1201), a su amigo ‘Abd al-‘Aziz al-Mahdawi, no habiendo concebido sino posteriormente la idea de emprender la composición de una verdadera Suma que abarcara todos los conocimientos esotéricos de su tiempo e incluso parte de sus anteriores escritos (16). Teniendo en cuenta que a Ibn ‘Arabi le interesaría entrar con buen pie en La Meca, disipando desde el primer momento toda sospecha sobre su ortodoxia, parece lógico que la ‘Aqida formara parte de ese supuesto mensaje primitivo o que, en cualquier caso, fuera compuesta al comienzo, correspondiéndole cronológicamente uno de los primeros lugares, análogo al que materialmente ocupa en la obra. Es más, no parece inverosímil que hasta pudiera ser uno de esos escritos anteriores que el autor incorporó a su gran obra. En consecuencia, cabe suponer que la ‘Aqida fuera compuesta por el año 598/1201 o incluso antes. Son varios los títulos que la ‘Aqida de Ibn ‘Arabi ha recibido. Brockelmann la llama simplemente ‘Aqida, y sólo menciona un manuscrito de la misma (17), el de la Real Biblioteca de El Escorial, que es precisamente el que ha atraído nuestra atención, dando origen a estas páginas. En dicho manuscrito, ése es el título que figura al comienzo (18). En la edición que de la misma se ha hecho en la mencionada Maymu’at (19), así como en las tres ediciones de al-Futuhat que hemos manejado (el Cairo, Beirut y ‘Utman Yahya) (20), al comienzo de la ‘Aqida figura con título ‘Aqidat ahl al-Islam, y que por él se le suele designar. Dicho título va precedido de una descripción del contenido, que reza así: m yatadamman ma yanbagí an yu’taqada fi-l-‘umum (Maymu’at y ediciones de El Cairo y de Beirut) o ‘ala-l-‘umum (edición de ‘Utman Yahya), es decir: “contiene lo que conviene que se crea en general” o “lo que conviene que crea la masa” o “lo que conviene que todos crean”. Al final de la primera parte de la ‘Aqida, se encuentra de nuevo el título en el manuscrito de El Escorial, y sigue siendo simplemente ‘Aqida (21) mientras que, en todos los susodichos textos editados, el título se repite al final de la segunda y última parte, es decir, al final del opúsculo, y es en todos ellos: ‘Aqidat al-‘awamm min ahl al-Islam (Credo del pueblo musulmán).

Hayyi Jalifa habla de ‘Aqa’id al-Sayj al akbar Muhy –l-din Muhammad b. ‘Ali al-ma’ruf bi-Ibn ‘Arabi (“Articuli fidei Sheikhi maxihi...”: Articulos de fe del Jeque Supremo...) (22).

En el Catálogo de la Biblioteca Estatal de Rampur se la llama ‘Aqidat al-ijjtisar (Credo resumido) (23).

Uthman Yahya menciona aun algunas otras variantes: ‘Aqidat al-‘amma (Credo del pueblo o del vulgo), ‘Aqidat al-gayb (Credo del misterio), Risalat al’aqa’id (Epístola del Credo) y al ‘Aqidat al-sarifa (El noble Credo) (24).

Como ya indicamos, nuestro trabajo comenzó con la copia manuscrita de la Real Biblioteca, que forma parte del códice árabe 762, en el que ocupa el tercer lugar, folios 89-94. A las descripciones de los Catálogos de manuscritos árabes de dicha Biblioteca (25), sólo nos resta añadir que la caligrafía “asiática” de todo el códice sorprende por lo esmerado y nítido de la misma. Casiri dice de él: “Codex nitide exaratus anno Egire 818, Christi 1415". El comienzo de las distintas obras que contiene va señalado con registros de hilos dorados, cosidos hacia la mitad del respectivo margen exterior. Esta íntegramente vocalizado, y, por lo que a la ‘Aqida de Ibn ‘Arabi se refiere, podemos decir que la vocalización es prácticamente perfecta. El códice se hallaba en la Real Biblioteca de El Escorial en el siglo XVII, pues en el primer folio del mismo se encuentran las habituales anotaciones en latín que con su inconfundible caligrafía hizo el escocés Colville a los códices árabes en el periodo de diez años que pasó trabajando en dicha biblioteca, a donde llegó en el 1627 (26). El manuscrito entra directamente en materia. Omite el preámbulo que encabeza los demás textos de la ‘Aqida y, después de la básmala, de las invocaciones sobre el Profeta, y del nombre del autor, se inicia la primera shahada, es decir, la primera parte de la ‘Aqida. Al final del texto se lee, en el margen, que éste ha sido cotejado.

El valor intrínseco de la copia es aceptable, aunque en ella haya algunas erratas, omisiones y adiciones. De aproximadamente la misma valía, aunque más bien algo inferior, es el texto de las dos mencionadas ediciones no críticas de al-Futuhat al-Makkiyya, idéntico en ambas, como queda dicho.

Más imperfecto que los textos del manuscrito de El Escorial y el de las ediciones, es el de la Maymu’at, que choca, sobre todo, por sus lagunas. Son varias las veces que pasa de una palabra a otra idéntica, omitiendo las que deberían figurar entre ambas, que equivalen en algún caso a toda una línea.

Por sí solo, ninguno de estos tres textos que fuimos examinando sucesivamente era satisfactorio. Ninguno de ellos era lo bastante cabal y correcto como para merecer plena confianza. Era evidente que no reflejaban con la debida exactitud el texto que saliera de la pluma del autor. Comprobábamos una vez más que las dificultades de comprensión y, consiguientemente de traducción que presentan en general las obras de Ibn ‘Arabi, obedecían no sólo al tan traído y llevado carácter esotérico de las mismas y a la tan cacareada multiplicidad de los llamados falsos sinónimos, sino también, y en gran medida, a la corrupción de los distintos textos. Lo que en uno de éstos, tomado aisladamente, resultaba incomprensible, en otro aparecía diáfano. Sentíamos, como tantos otros, la imperiosa necesidad de contar con una buena edición crítica que disipara tantas dudas y eliminara tantas aparentes incoherencias. Fue entonces cuando tuvimos la suerte y la satisfacción de saber que ‘Uthman Yahya estaba realizando una buena edición crítica de al-Futuhat al-Makkiyya y que ésta ya se encontraba en curso de publicación, habiendo aparecido el libro primero en 1392/1972, precisamente el que nos interesaba por el momento, pues en él se encuentra nuestra ‘Aqida.

En esta edición crítica, así como en los susodichos textos editados anteriormente, la ‘Aqida figura con el preámbulo que falta en el manuscrito de El Escorial. Sobre este texto crítico hemos hecho nuestra traducción definitiva, que a continuación ofrecemos.

Digamos, para terminar esta breve introducción, que así como Algacel tiene una ‘Aqida sencilla, destinada a ser aprendida de memoria por el pueblo, y otra más complicada, destinada a los doctos, también Ibn ‘Arabi tiene varias. La ‘Aqida ahl al-Islam, de la que nos venimos ocupando, y cuya traducción vamos a ofrecer, es como un Credo del Pueblo de Dios, dirigido a la generalidad de los musulmanes y que debe ser admitido sin pruebas ni argumentos. Es distinta de la ‘Aqidat al-nasiya-l-sadiya y de la ‘Aqidat ahl al-ijtisas (Credo de la élite), de carácter doctrinal metafísico-teológico, destinada principalmente a los místicos.

“Credo de los musulmanes” (‘Aqidat ahl al-Islam), admisible sin consideración de pruebas ni argumentos, contiene lo que todos deben creer.

¡Hermanos míos creyentes! Dios decrete, para vosotros y para mí, la dicha eterna.

Cuando oí las palabras del Altísimo por boca de su profeta Hud -sobre él sea la paz-, al decir éste a los suyos, que lo trataban a él de embustero y a su mensaje de embuste: “Yo tomo a Dios por testigo, y vosotros dad testimonio de que soy inocente de lo que asociáis”. Hud -sobre él sea la paz- tomó a los suyos por testigos -a pesar de haberlo tratado de embustero- de que era inocente de asociar algo a Dios y de que profesaba su unicidad, sabedor de que Dios -el Excelso- hará comparecer a sus siervos ante El, y los interrogará sobre lo que El ya sabe, a fin de establecer la prueba a favor o en contra de ellos, de suerte que cada testigo dé su testimonio.

Según la Tradición, dará testimonio a favor del almuédano el alcance de su voz, que llegará de acá y de acullá, y todo el que haya oído. Por ello, “durante la llamada a la oración huye el demonio velozmente (wa-la-hu husas)”; y ello, para no oír la llamada que el almuédano hace con la shahada, y no verse obligado a dar testimonio a favor de él, ya que con dicho testimonio se convertiría en uno de los muchos que contribuyen a la dicha de aquél a favor del cual testifican, siendo él un enemigo nato, del que no se puede derivar para nosotros bien alguno. ¡Dios lo maldiga!

Si el enemigo no tiene más remedio que dar a tu favor el testimonio que sobre ti le pides, con mayor razón lo dará tu protector y amigo y quien pertenezca a tu religión y a tu confesión; y con mucho más motivo deberás dar tú, en esta vida, testimonio de fe y de unicidad sobre ti mismo.

Primer testimonio (al-shahadal-ula)

¡Hermanos y amigos míos! -Dios esté satisfecho de vosotros-. Os toma por testigos un siervo débil, pobre, necesitado de Dios -el Altísimo- en toda mirada y ojeada. Es él el autor y redactor de este escrito. Os toma por testigos suyos -después de haber tomado a Dios -el Altísimo- a sus ángeles y a los creyentes que lo han visto u oído -de que confiesa, de palabra y de corazón, que:

Dios -el Altísimo- es un Dios único, sin otro que comparta su deidad.

Está libre de compañera y de hijo (1).

Es Soberano (malik) (2) sin asociado (sarik); Rey (malik), sin visir.

Es Hacedor, sin planificador.

Existe por su propia esencia, sin necesidad de ningún dador de existencia fuera de El que le dé ésta; antes bien, todo lo que existe, fuera de El, lo necesita a El -el Altísimo- para existir. El mundo entero existe por El, mientras que sólo a El lo cualifica el atributo de existir por sí mismo.

No tiene comienzo su existencia, ni fin su permanencia, sino que es una existencia absoluta, no restringida.

Subsiste por sí mismo; no es una sustancia que ocupe espacio, susceptible de que se le asigne un lugar; ni un accidente, tal que la persistencia le resulte imposible; tampoco es un cuerpo, con lados y frente. Está exento de lados y de sitios.

Es visible a los corazones y a los ojos, si El quiere.

Se sienta en su Trono, como El lo ha dicho (3), y en el sentido en que ha querido decirlo; así mismo, el Trono y todo lo demás ha sido asentado por El. Suyas son la vida y ésta.

No hay inteligible semejante a El, y la razón no puede mostrarlo. No está limitado por el tiempo, ni restringido por el lugar, sino que existe sin lugar, y es lo que era.

Creó la ubicación y lo ubicado, y produjo el tiempo. Dijo: “Yo soy el Único, el viviente, a quien no abruma de fatiga la conservación de las cosas creadas” (4), y a quien el haber creado las criaturas no le aporta atributo alguno que no tuviera antes.

Es demasiado excelso como para que las cosas producidas se asienten en El, o El en ellas. Se dirá, por el contrario: existía cuando no había nada con El, pues el “antes” y el “después” son formas del tiempo, que fue creado por El.

Es el Subsistente, que no duerme (5); el Dominador (6), que no admite reproches. “Nada se le puede equiparar” (7).

Creó el Trono, y lo colocó perfectamente asentado. Formó la Sede, y la extendió sobre cielos y tierra (8).

Es el altísimo. Construyó la Tabla (9) y el Cálamo Sublime (10), e hizo que éste corriera escribiendo lo que El sabe de sus criaturas hasta el día de la Decisión (11) y del Juicio (12).

Produjo el mundo entero sin arquetipo precedente. Creó las criaturas, y hace perecer lo que El creó (13).

Hizo que las almas bajaran a los cuerpos como guardianes fieles; y a estos cuerpos a los que habían bajado las almas, los constituyó vicarios en la tierra (13 bis).

Cuanto hay en los cielos y en la tierra lo ha sometido a nosotros; ni una hormiga se mueve a no ser hacia El o desde El.

Lo creó todo, sin necesitarlo y sin exigencia alguna que se lo impusiera. No obstante, por su ciencia sabía de antemano que crearía lo que creó.

“Es el Primero y el Último, el Manifiesto y lo Oculto” (14). “Lo puede todo” (15). “Lo sabe todo” (16). “Evalúa el número exacto de todo” (17). “Conoce lo secreto y lo más arcano” (18). “Conoce las miradas traidoras y lo que esconden los corazones” (19). ¿Cómo no va a conocer algo que El creó? ¿No habría de conocer a quien El creó siendo El el Sutil y el Experto? (20).

Conoció las cosas antes de que existieran. Les dio luego el ser con arreglo a su previo conocimiento de ellas. No ha cesado de conocer las cosas. Su ciencia no se renueva al renovarse la creación. Por su ciencia ha hecho las cosas con maestría y les ha dado solidez. Con ella ha constituido árbitro de las mismas a quien le ha placido, y las ha juzgado (21). Conoce los universales de manera absoluta, como conoce -según acuerdo y opinión unánime de los teóricos sanos- los particulares. No en vano “conoce lo oculto y el testimonio” (21 bis). “¡Dios está muy por encima de lo que le asocian!" (22).

“Realiza lo que quiere” (23). Es El quien quiere a los seres en el mundo de la tierra y de los cielos. Su potencia ejecutiva -es el Altísimo- no entra en relación con cosa alguna sin antes haberla querido. Así mismo El -el Excelso- no la quiere sin antes haberla conocido: es racionalmente imposible que quiera lo que no conoce, o que haga lo que no quiere, siendo El quien elige y quien puede dejar de hacer lo que hace. Es igualmente imposible que existan las relaciones de estas realidades en uno viviente, como es imposible que subsistan los atributos sin una esencia cualificada por ellos.

No hay en la existencia obediencia ni desobediencia, ganancias ni pérdida, esclavo ni libre, frío ni calor, vida ni muerte, logro ni fallo, día ni noche, equilibrio ni desequilibrio, tierra ni mar, par ni impar, sustancia ni accidente, salud ni enfermedad, alegría ni tristeza, alma ni cuerpo, tinieblas ni luz, tierra ni cielo, composición ni disolución, mucho ni poco, mañana ni tarde, blanco ni negro, sueño ni insomnio, manifiesto ni oculto, móvil ni inmóvil, seco ni húmedo, corteza ni meollo, ni ninguna de estas relaciones contrarias, distintas o afines, a menos de ser ello querido por la Verdad -El Altísimo-.

¿Y cómo no sería querido de El habiéndole dado El la existencia? Y quien es libre de elegir, ¿cómo le daría la existencia a lo que no quiere, pues no hay quien rechace sus órdenes, ni quien modifique sus juicios?

“Da la realeza a quien quiere, y despoja de la realeza a quien quiere; ensalza a quien quiere y humilla a quien quiere” (24); “extravía a quien quiere y guía a quien quiere” (25). Lo que El quiere, existe; y lo que no quiere que exista, no existe.

Si las criaturas todas se pusieran de acuerdo en querer algo que Dios -el Altísimo- no quiere que quieran, no lo querrían; o en hacer algo cuya producción no quiere Dios, queriéndolo ellas mientras El no (26) quiere de ellas que lo quieran, no lo harían, ni serían capaces de ello, ni les daría poder para ello.

Así pues, la incredulidad y la creencia, la obediencia y la desobediencia existen por su querer, sabiduría y voluntad. El -el Excelso- no ha cesado de estar cualificado por esta voluntad desde toda la eternidad.

El mundo estaba en la nada y era inexistente, aunque El lo veía, por la ciencia, como un hecho consistente. Dio luego la existencia al mundo sin una reflexión y una consideración que partieran de la ignorancia o del no saber, reflexión y consideración que pudieran darle el conocimiento de algo que ignorara. ¡Es demasiado Majestuoso para eso, y está muy por encima de ello! Más aun, le dio el ser partiendo de la presciencia y de la determinación de la libre voluntad eterna, que decreta para el mundo lo que El ha creado; tiempo, lugar, estados y colores. En verdad, no hay en la existencia más voluntad que la suya, pues El -el Excelso- es quien dice: “No querráis mientras Dios no quiera” (27).

El -el Excelso- así como conoce, de igual modo hace bien las cosas, quiere, particuliza, decreta y da la existencia. Igualmente, oye y ve lo que está en reposo o habla entre los hombres, tanto del mundo inferior como del superior. La distancia no es óbice para su oído, pues El es el Lejano. Oye la palabra del alma en el alma, y el sonido del contacto secreto al palpar. Ve lo negro en la oscuridad y el agua en el agua, no constituyendo un velo para El la mezcla, ni la oscuridad o la luz, pues El es “el Oyente y el Clarividente” (28).

El -el Excelso- sin partir de un previo silencio ni de un callar imaginado, habló con un lenguaje eterno, existente desde siempre -como todos sus demás atributos: su ciencia, su voluntad y su poder-, con el que (29) habló a Moisés -sobre él sea la paz-, que él llamó Revelación, Salmos, Tora y Evangelio, sin letras, ni sonidos, ni melodías, ni idiomas; más aún, El es el creador de los sonidos, letras e idiomas.

Su palabra -es el Excelso- existe sin úvula ni lenguas, lo mismo que existe su audición sin oído ni orejas, su vista sin pupila ni párpados, su voluntad sin corazón ni entrañas, su saber sin recurso a evidencia innegable o al estudio de pruebas, su vida sin necesidad del vapor que se respira ahuecando los pulmones, y que procede de la mezcla de los elementos. Así mismo, su esencia no admite aumento ni disminución.

¡Cuán por encima está El -el Excelso-, cuán por encima de uno lejano, de uno próximo, de un potentado, de un gran benefactor y de un generoso mecenas! Todo lo que hay fuera de El, procede de su desbordante generosidad. Su bondad y justicia son su mano abierta y su mano cerrada (30).

Acabó la obra del mundo y lo produjo, dándole el ser y creándolo. No tiene asociado en su propiedad, no gobernante en su reino.

Si colma de bienes, causa placer, y esa es su bondad; y si aflige, causa dolor, y esa es su justicia. No interfiere en la propiedad de otro, de suerte que se le pueda tildar de trasgresor e injusto; ni puede otro alguno dictar sentencia contra El, de manera que pueda decirse que El que es presa de la tristeza, a causa de ello, o del miedo. Cuanto existe fuera de El, está bajo el poder de su dominio y es gobernado por su voluntad y mandato.

Es El quien inspira en las almas de quienes están sujetos a obligación la piedad y el vicio. El es el que pasa por alto las maldades de quien quiere y el que las tiene en cuenta a quien quiere, aquí y el día de la Resurrección. Su justicia no juzga a su bondad, ni su bondad a su justicia.

Produjo el mundo en dos puñados, les creó dos moradas, y dijo: “Estos al paraíso, y no me preocupo; y estos otros, al fuego, y tampoco me preocupo”. No se le opuso entonces oponente alguno, pues no existía allí sino El. Todo se encuentra bajo el gobierno de sus nombres: uno de sus puñados esta bajo los nombres de su pruebas, y otro bajo los nombres de sus favores.

Si El -el Excelso- hubiera querido que el mundo entero fuera dichoso o desdichado, lo sería, y no habría problema en eso; pero El -el Excelso- no ha querido, y es como El ha querido: unos son desdichados y otros dichosos, aquí el día de la Resurrección, y en modo alguno se puede cambiar lo que ha decidido el Eterno. Dijo el altísimo sobre la oración:

Que yo diga cinco o que diga cincuenta, “la palabra no se altera en mí, y no soy injusto con los servidores” (31) por disponer libremente de lo que es propiedad mía y por hacer ejecutar mi voluntad en mi reino.

Eso, por una verdad ante la que ha estado ciega la vista exterior y la interior, y que ni la reflexión ni la conciencia han descubierto de no ser por un don divino por una generosidad del Misericordioso para con aquel de sus siervos que Dios -el Altísimo- hizo objeto de su predilección y que previamente recibió eso en el solemne momento de ser tomado por testigo, sabiendo así -al ser informado- que la Divinidad dio esta clasificación y que ello es una de las sutilezas del Eterno.

“¡Cuán Excelso es aquel que es el único Hacedor y el único que existe por sí mismo! Y Dios os ha creado, a vosotros y a lo que hacéis” (32). “No se le pregunta por lo que hace, pero a ellos sí se les pregunta” (33). “Dios tiene la prueba contundente. De haberlo querido, os hubiera guiado a todos” (34).

Segundo testimonio (al-Shahada-l-Taniya)

Así como he tomado a Dios, a sus ángeles, a todas sus criaturas y a vosotros por testigos míos de su unicidad, igualmente lo tomo a El -el Excelso-, a sus ángeles, a todas sus criaturas y a vosotros por testigos míos de la fe en la criatura que El escogió, eligió y seleccionó, a saber, nuestro señor Muhammad -Dios lo bendiga y le dé la paz-, al que envió a la totalidad de los humanos como “mensajero y amonestador” (35) y “predicador que lleva a Dios, con su permiso, y lámpara luminosa” (36).

El -Dios lo bendiga y le dé la paz- transmitió lo que le fue revelado por su Señor (37), restituyó el depósito que le había sido confiado (38), aconsejó a su Comunidad, se paró en la peregrinación de su adiós ante cuantos seguidores suyos estaban presentes; luego predicó, rememoró, amedrento, advirtió, anunció, previno, prometió, amenazó, hizo llover y tronar, y no convirtió en particular objeto de aquella rememoración a nadie de nadie sin permiso del Único y Sólo. Luego preguntó: “¡Ea! ¿He transmitido? (39). Respondieron: “Has trasmitido, oh Enviado de Dios”. Dijo entonces él -Dios lo bendiga y le dé la paz-: “¡Dios mío! Da testimonio”.

Creo en cuanto ha traído él -Dios lo bendiga y le dé la paz-, tanto lo que sé como lo que no sé. Y entre lo que ha traído y establecido, está: que la muerte tiene lugar en el término fijado por Dios, el cual terminó cuando llega, no puede ser retrasado. Creo en eso con una fe que no admite duda ni vacilación.


Así mismo, creo y confieso que el interrogatorio de los dos ángeles que examinan en la tumba, es real; el tormento del sepulcro es real (40); la resurrección de los cuerpos de las tumbas es real (41); la comparecencia ante Dios es real (42); el estanque es real; la balanza es real (43); el revoloteo de las hojas es real; el puente es real; el paraíso es real (44); el fuego es real (45); lo de “un grupo en el paraíso y otro en el fuego” (46), es real; la aflicción de aquel día (47) es real, para una parte, mientras que otra parte “no se verá entristecida por el gran terror” (48).

La intercesión de los ángeles, creyentes y profetas, así como que el supremo Misericordioso saca del fuego a quien quiere, después de la intercesión, es real; que un grupo de los creyentes reos de pecado mortal entra en la ghenna y luego sale de ella por la intercesión y la gracia, es real; la eternización de los creyentes unitarios en la dicha, es real; la eternización de los creyentes unitarios en la dicha perdurable de los jardines paradisíacos, es real; la eternización de los reos de pecado mortal en el fuego, es real; y cuanto han traído departe de Dios los libros y enviados -conocido o ignorado-, es real.

Este es el testimonio que doy de mí mismo. Es un depósito; y todo aquél a quien le sea confiado, habrá de devolverlo cuando se le pida, dondequiera que sea.

Dios nos ayude, a nosotros y a vosotros, con esta fe; nos afiance en ella al pasar de esta morada perdurable; nos establezca allí en la morada de la honra y del contento; nos libre de caer en una morada en la que “los vestidos son de alquitrán” (49); nos haga del grupo que se ha asido a los libros de la fe, y de aquellos que, saciada la sed, salen de la pila, han dado buen paso en la balanza y los pies se les han mantenido firmes en el puente. ¡El es el Generoso, el Bienhechor!

“Alabanza a Dios que nos ha guiado a este lugar. NO habríamos podido llegar a él si no nos hubiera guiado Dios. Realmente, los enviados de nuestro Señor trajeron la verdad” (50).

Notas I:

(1) Al-Maqqari, Nafh al-Tib (analectes), Oriental Press, Amsterdam 1967, t., I, p. 580.

(2) Wansarisi, Kitab al-mi’yar, t. XII, p. 133 (citado en francés por P. Nwya, Ibn ‘Abbad, p. LVI). De dicha carta a Ibn al-Muzaffar reproduce Ibn al-Subki un fragmento en sus al-Tabaqat al-safi’iyya (vol. IV, p. 123). Fragmento que al-Sayyid Murtadá copia en su Ithaf (t. I, p. 28), y del que Maximiliano Alarcón nos da la traducción castellana en su Lámpara de los príncipes (traducción castellana del Siray al-muluk de al-Turtusí), pp. LIV s.

(3) Véase Goldziher, Streitschrift des Gazalis gegen die batinijj Sekte, p. 100 y Bagley, Ghazali’s book of Counsel for Kings (Nasihat al-muluk), Introducción.

(4) Véase ‘Abb al-Wahid al-Marrakusí, Kitab al mu’uib fi taljis ajbar al-Magrib, traducción anotada por E. Fagnan bajo el título de Histoire des Almohades, p. 149.

(5) Véase Nouvelle Encyclopédie de l’Islam, t. III, p. 734.

(6) Al-Wansarisi, Kitab al-mi’yar, t. XI, p. 95.

(7) La Hidaya de al-Rayrayi ha constituido el tema de nuestra tesis doctoral, titulada: La Hidaya de al-Rayrayi. Edición crítica, traducción y estudio. Fue defendida en la Universidad Autónoma de Madrid el día 6 de febrero de 1975. El autor toca el tema de la hostilidad hacia los sufíes en el capítulo octavo del libro primero (folios 27-29), le dedica al mismo el capítulo nono íntegro (folios 29-30v), y en el siguiente (folios 3v-39v) relata el proceso de Yunayd y de Nurí.

(8) Se trata de la obra de Ahmad Zarruq (m. 899/1493), Kitab ‘umdat al-murid, ms. Esc. no. 1566 ¿0. f. 100 recto y verso?

(9) Para lo relativo a esta controversia y a la respuesta de Ibn Jaldún, véase la bien elaborada exposición que Paul Nwyia hace en el prólogo de su Ibn ‘Abbd de Ronda, pp. XLVIII-LIV. De él hemos tomado lo fundamental de las líneas que preceden.

(10) f. 81v.

(11) Véase el Diwan de Ibn Farid, edición de El Cairo, 1319 h, t. II, p. 169; ed. de Beirut, 1376/1957, p. 943.

(12) Hidaya, f. 81v.

(13) Asín Palacios, M., El místico murciano Abearabí (Monografías y documentos), IV, p. 11.

(14) Cf. Osman Yaghya, Histoire et classification de l’oeuvre d’Ibn ‘Arabí, t. I, p. 164, no. 34.

(15) La Maymu’at ha sido editada en El Cairo, sn fecha, y la ‘Aqida ocupa en ellas las páginas 47-56.

(16) Osman Yahya, o.c. t. I, pp. 204s.

(17) Brockelmann, GAL S.L., p. 801, no. 176, e índice alfabético de obras en el s.III (s.v.).

(18) Ms. Esc. no. 762, 3o, f. 89.

(19) Maymu’at sitt rasa’il, El Cairo y Qadiyan, s.d., p. 47.

(20) Nos referimos a una edición de El Cairo, s.d., en 4 partes y 7 volúmenes; a otra de Beirut, s.d., en 4 volúmenes; y a la edición crítica que está realizando ‘Uthman Yahya cuyo primer volumen ya ha sido publicado en El Cairo el año 1392/1972 por al-Hay’al-l-mismiyya-l-‘amma li-l-kitab, y del que hemos recibido a última hora, en xerocopia, la portada y las páginas de la ‘Aqida gracias a la amabilidad de nuestro amigo y antiguo condiscípulo P. Angel Cortabarría, O.P.

(21) f. 93v.

(22) Véase Kasf al-zunun, t. IV, p. 215, no. 8167.

(23) Véase el Fihrist Kitab ‘Arabí, Catalogue of Arabic Book in the Rampúr State Library 1902, II, 721, 395.

(24) Osman Yahya, o.c., t. I, p. 164, no. 34.

(25) Casiri, M., Biblioteca Arábico-Hispana Escurialensis, t. I, p. 227, no. 758; Derenbourg, H., Les Manuscrits Arabes de l’Escorial, t. II, pp. 49-52, no. 762.

(26) Véase Antolín, G., O.S.A., Discursos leídos ante la Real Academia de la Historia, pp. 80s.

(27) La Unicidad divina es noción fundamental en teología musulmana; hasta tal punto que ésta, llamada ílm al-kalam, también es designada con el nombre de ‘ilm al-tawhid (Df. Gardet, L. et Anawati, M.- M., Introductión à la Theologie musulmane, pp. 100, 119, 120, 172, 203, 311 y 447). Quienes proclaman y defienden dicha Unicidad, se llaman ahl al-Tawhid o también al-Muwahhidun, lo que ha dado en español “almohades”.

Notas II:

(1) Alusión al Corán 6, 101; 72, 3; 112, 3.

(2) Ibn ‘Arabí distingue entre malik (soberano, amo, dueño) —derivado de milk (propiedad)— y malik (rey), derivado de mulk (reino). Siglos más tarde, otro místico, Ibn ‘Ayiba (m. 1809/1224), haría la misma distinción (véase Jean-Luois Michon, Le Soufi Marocain Ahmad Ibn ‘Ayiba et son Mi’raj, p. 112).

(3) El asociacionismo (shirk), consiste en unir otra persona a Dios, equiparándola a El y poniéndola al mismo nivel, es lo opuesto a la Unicidad divina (tawhid), según teología musulmana.

(4) Véase Corán 2, 29; 10, 3; 20, 5; 25, 59; 32, 4; 57, 4.

(5) Cita de Corán 2, 255, invirtiendo el orden de los dos calificativos del comienzo, pues el Corán dice: “Yo soy el viviente, el Único...”.

(6) Cita ad sensum de ídem.

(7) Alusión a Corán 12, 39; 13, 11; 14, 48; 38, 65; 39, 4; 40, 16.

(8) Corán 42, 11.

(9) Alusión a Corán 2, 255.

(10) Alusión a Corán 2, 255.

(11) Alusión a Corán 68, 1; 96, 4.

(12) Alusión a Corán 37, 21; 44, 40; 77, 14 y 38; 78, 17.

(13) Alusión a Corán (passim).

(13 bis) Este pasaje admite varias traducciones, y nos ha costado mucho decidirnos por una de ellas. La cuarta forma derivada ajlaqa significa normalmente usar o gastar algo, particularmente un vestido. Es sinónima de ablá. También significa a veces “dejar algo bien pulido y liso”, concretamente el palo que ha de servir de asta para la lanza. En este segundo caso, el final del pasaje podría traducirse así: “y dejó bien hecho lo que creó”. Por otra parte, la cuarta forma es factitiva, y consiguientemente ajlaqa debería significar “hacer crear” o “dar el poder de crear”; en cuyo caso podríamos traducir así: “e hizo crear a lo que El creó” o “hizo que lo que El creó creara (produjera)”. Pero resulta que ninguno de los muchos diccionarios importantes que hemos consultado da este significado; y además Ibn ‘Arabi parece identificarse en esta ‘Aqida con la ortodoxia ash’ari y ésta niega categóricamente todo poder de creación o de producción en la criatura, contrariamente algo que defienden los mu’tazilíes.

Hemos optado por el sentido de “usar, gastar, hacer parecer” por ser éste el más frecuente en dicha cuarta forma y por creer que Ibn ‘Arabi puede tener en la mente el versículo coránico que dice: “Dios es quien os ha creado, luego os ha dado el sustento, luego os hará morir...” (Corán 30, 40).

(14) Alusión a Corán 7, 69 y 74; 27, 62. Se sobreentiende que los hizo vicarios de El mismo.

(15) Veáse Corán, 57, 3.

(16) Corán 11, 4; 30, 50; 42, 9; 57, 2; 64, 1; 65, 12; 67, 1.

[COMMENT1] (17)Corán 65, 12.

(18) Véase Corán 72, 28.

(19) Corán 20, 7.

(20) Corán 40, 19.

(21) Corán 67, 14.

(21 bis) Preferimos hakams del Ms. de el Escorial a hakamma (errata por hakkama) de la edición.

(22) Corán 13, 9; 32, 6; 59, 22; 64, 18.

(23) Corán 7, 190; 27, 63.

(24) Corán 11, 107; 85, 16.

(25) Véase Corán 3, 26, donde se encuentra lo mismo, pero en segunda persona.

(26) Esta negación (no=la) sólo figura en la Maymu’a, pero nos parece imprescindible para que la frase tenga sentido. Cabría la posibilidad de ver la negación en el ma que se encuentra cuatro palabras antes, precedido de ‘inda; pero ese ma debería estar repetido, pues uno de ellos es necesario para convertir la proposición ‘inda (cerca) en la conjunción ‘indama (mientras).

(27) Corán 76, 30; 81, 29.

(28) Véase Corán 17, 1; 40, 20; 42, 11, y passim.

(29) Creemos necesario añadir aquí el bi-hi que sigue a kallama en todos los demás textos, y que falta en la edición que seguimos, es decir la de ‘Uthman Yahía.

(30) Alusión a Corán 2, 245: “... Dios cierra y abre su mano como le place” véase Nouvelle encyclopedie de l’Islam, t. I., p. 1121.

(31) Cita híbrida. Era de presumir que toda ella fuera coránica, y sin embargo sólo lo es lo que figura entre comillas (Corán 50, 29).

(32) Corán 37, 96.

(33) Corán 21, 23.

(34) Corán 6, 149.

(35) Corán 2, 119; 34, 28; 35, 24; 41, 4.

(36) Corán 33, 46.

(37) Véase Corán 5, 67 y passim.

(38) Alusión a Corán 2, 283.

(39) Se refiere a la trasmisión del mensaje divino mencionado al comienzo del párrafo.

(40) El interrogatorio al que los dos ángeles Munkar y Nakir someten al creyente en la tumba, así como cuanto se refiere al tormento del sepulcro, figura en la Tradición musulmana. También se encuentra en la ‘Aqida de Algacel destinada al vulgo, parte de cuya traducción castellana —concretamente el pasaje que aquí nos interesa se encuentra en la Islamología de F. Pareja, t, II, p. 617.

(41) Vease Corán 22, 7; 82, 4; 100, 9.

(42) Véase Corán 18, 48 y passim.

(43) Véase Corán 42, 17 y passim.

(44) Véase Corán 2, 82 y passim.

(45) Véase Corán 2, 24 y passim.

(46) Corán 42, 7.

(47) Véase Corán 21, 76 y passim.

(48) Corán 21, 103.

(49) Véase Muslim, Yana’iz 51; Ibn Hanbal V. 343s.

(50) Corán 7, 43.


FUENTE; http://www.webislam.com/?idt=8714

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