La ciudad es un ente, algo vivo, con arterias, un corazón, células, huesos. No plano, inerte e inmodificable. Sus partes se desarrollan y mueren.
Aquellos que creen que Santiago es una ciudad aburrida o fea, es porque siguen estúpidos prejuicios de moda (aborrezco esas palabras o frases cliché como Santiasco) o porque simplemente no la conocen. Ya desde su fundación (o su última fundación si seguimos ciertas tesis que nos dicen que ya Pedro de Valdivia aquí había un gran poblado), la historia capitalina es apasionante. Su arquitectura posee grandes hitos. Su población, venida de muchos lados, da cuenta de gran diversidad. .
Para mí lo más apasionante es recorrer esos lugares poco frecuentados, ir al Cementerio General, o detenerme a mirar esas gárgolas que se asoman en algún balcón. También es importante la hora en que la recorramos. No da lo mismo caminar por el centro un día domingo al mediodía que un día de semana a las siete de la tarde.
Aun cuando no me gustan las transformaciones del Santiago moderno, siento que todavía es posible hallar sitios de relajo y contemplación.
Si Santiago agoniza, no es tan sólo por las pésimas políticas urbanísticas que vienen desde hace unas décadas, por el capitalismo extremo o la mala política inmigratoria, sino porque el habitante tampoco quiere sentirse parte de su entorno. La responsabilidad no sólo es del Estado (y yo me siento anarco-conservador) sino de cada santiaguino.
Mientras quede un santiaguino de corazón, el espíritu de la ciudad se mantendrá refugiado.
FOTOGRAFÍA: Detalle de una columna de la Casa Edwards Matte, en calle Cienfuegos. Foto apurada de SFR
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